Todo está conectado. Es una verdad de Perogrullo, una
afirmación que solemos repetir sin comprenderla del todo, y que solemos olvidar
en el momento de la indignación, de la rebelión, del impulso al cambio.
Pero todo está conectado. Al modificar algo que no nos gusta
en el presente, quizás estemos suprimiendo la posibilidad de una felicidad
futura. Porque (como afirma otra perogrullada, no menos cierta) aun en los
basurales crecen flores.
Pongamos por caso que en la Francia de 1890 hubiese existido
la libertad sexual de la que se jacta la Francia de nuestros días. Supongamos
que las almas rebeldes de entonces hubiesen logrado imponer (setenta
años antes que los hippies) otra idea
de las relaciones y vínculos sociales; imaginemos que el sentido común de las jóvenes
generaciones hubiese conseguido aportar algo de cordura ante la moralina y la
hipocresía de una sociedad libertina de la puerta para adentro, pero pacata de
la puerta para afuera.
De haber sido así, la muchacha Berthe Gardes no habría
sufrido la deshonra ni la ignominia, y habría podido vivir en paz y hacer su
vida como cualquier otra mujer de Toulouse, donde habría criado a un niño feliz
(un niño sin padre, pero feliz), que a su vez habría ido a la escuela y luego a
trabajar (comenzaban temprano entonces); quizás el niño se habría hecho mayor,
y habría ingresado a la nueva fábrica de aeroplanos, y luego habría tenido su
propia familia y quizás habría muerto de viejo, como un jubilado de Airbus
rodeado de una prolífica descendencia.
Pero no fue así. Y Berthe debió huir a Sudamérica para
escapar del escarnio que se destinaba entonces a las madres solteras. Lo demás
ya es historia: su hijo, Carlos Gardel, se convirtió en el mejor cantante de
tangos de todos los tiempos.
Gardel, digo, no habría podido existir si la Francia de 1890
hubiera sido “mejor”, según los parámetros con los que pensamos ahora. (O quizás
sí, pero solo para los uruguayos).