Por Juan Contreras
Periodista cultural, novelista y central izquierdo argentino
Se afirma que Platón (o quizás Sócrates) creía que no podemos conocer el mundo tal y como es (o que solo podemos saber que no sabemos nada), pues somos hombres en una caverna que apenas tenemos acceso a unas sombras en la pared. Y dicen ilustres plumas (Klemm, Volkoshinov, Garmaz) que esta filosofía del saber imposible, esta epistemología de la verdad oculta, llevó a los artistas clásicos a plasmar su angustia por el mundo incognoscible mediante la búsqueda de la perfección estética, de un realismo modelizado que hallaría (siglos más tarde) su exasperación en los cánones renacentistas y en la proporción áurea.
La modernidad, la
ciencia, el progreso (pero también la guerra y el horror) configuraron otro
arte, marcado por la rebeldía hacia lo establecido, la ruptura de códigos, la
búsqueda de sentido a un mundo caótico en donde los cánones clásicos se antojaban
caprichos vetustos. Es el arte del nihilismo y del existencialismo, un arte que
indaga en la vergüenza de haber sido y el dolor de ya no ser.
Del mismo modo,
muchas otras manifestaciones artísticas a lo largo y a lo ancho del planeta reflejan
una filosofía, una manera de entender, de ser y de estar en el mundo: desde los
íconos rusos a los arabescos; desde el minimalismo escandinavo a la caligrafía
japonesa; desde la arquitectura de los totalitarismos a las figuras de
papiroflexia. Cada forma de arte es la expresión de una cosmovisión.