Pero a no
entusiasmarse, discípulos de Negroponte, futurólogos de feria o compradores
compulsivos de smartphones. No se
trata de que me pasé a los periódicos on-line:
tampoco incorporé el ritual de visitar diariamente al menos una página de
noticias, recorriéndola de principio a fin para ver qué está pasando en el
mundo. Como digo, no leo diarios en ninguno de sus formatos.
El asunto no
debería de resultar extraño, porque hay mucha gente que no lee los diarios (ni
en papel, ni en digital; ni la página de los chistes, ni cuando envuelven el
pescado; ni la tapa ni un enlace que le pasó un amigo; nada de nada). Sin
embargo, sí parece raro cuando el que suscribe se formó profesionalmente para
ser, entre otras cosas, periodista. Por ello creo que el asunto merece una
exploración, un intento de explicación.
Al principio creí
que se debía a la mala calidad del periodismo actual (o a un aumento de mis
exigencias, si es que el periodismo fue siempre igual de malo). Me dije que,
dados los errores y las erratas, la falta de rigor, la superficialidad y, por
qué no, los problemas de dicción, gramática y ortografía de la mayoría de
comunicadores, leer prensa (o ver noticieros, o escuchar los informativos de la
radio) era una práctica más cercana a la autoflagelación que a la sana
costumbre de mantenerse informado.
Pero eso, en
definitiva, era echarle la culpa a otros de un problema que, intuyo, es solo
mío. Así que se me ocurren tres hipótesis para explicar mi cambio de hábitos.