Cada vez que se produce un descubrimiento y/o logro científico en el ámbito experimental y/o aplicado, la prensa repite las mismas cuatro o cinco frases, entre las que destacan:
- “Jugar a ser Dios”,
- “Genio o monstruo”,
- “Esto supone un antes y un después”,
sin olvidar, por supuesto, una serie de errores de comprensión, un puñado de matices ignorados y un amplio repertorio de reflexiones de sobremesa acerca de los límites éticos que deberían regir las investigaciones para proteger a la humanidad de su propia curiosidad.
La ciencia teórica, al no producir ningún engendro tangible (y a pesar de que gracias a ella se planifican los experimentos a partir de los cuales surgen engendros tangibles como la bomba atómica o la oveja Dolly) se ve libre de este tipo de debates estériles que acosan a la investigación experimental. Las supercuerdas no parecen ser el tipo de cosas que amenazan nuestra vida cotidiana… a menos que alguien encuentre la forma de ahorcarnos con ellas
En cambio, desde que el primer homínido encendió una llama, no faltó algún homo deploratio que elevara su queja ante la afrenta que ello supuso al orden natural (o divino, suponiendo que ya hubiese alcanzado ese nivel de pensamiento), anunciando terribles cataclismos flamígeros en el que el planeta entero se vería consumido por un gigantesco incendio desatado por la chispa del ingenio. Asimismo, se condenó la osadía de intentar crear aparatos voladores (“si Dios hubiese querido que voláramos, nos habría dado alas”, solía ser el argumento), se vaticinó el fin del mundo provocado por la energía nuclear que abastece de luz nuestros hogares y, ahora, se predice nuestra aniquilación a manos de un ejército de cyborgs, clones y mutantes comandados por Darth Vader, Roy Batty y Ramón Yarritu.